domingo, 29 de mayo de 2016

La Glorieta

20160425 

Llevaba un largo rato en la glorieta, sentado en el único banco del lugar. PENSABA. 

Era una noche oscura, sin luna, en medio de un bosque al que había llegado paseando, ensimismado en sus pensamientos. 

Había decidido caminar sin rumbo, siguiendo el camino que marcaran sus pies y los movimientos imperceptibles que las sinuosidades del camino producían en ellos. 

Cuando se dio cuenta, la noche ya había cerrado todos los caminos y se encontraba en aquel cenador al que no sabía cómo había llegado. 

Volver era del todo imposible, salvo que deseara perderse en aquel intrincado bosque de ramas, senderos y olvidos. 

Decidió permanecer en silencio, oyéndolo hasta el amanecer; de sobra sabía que no había otra solución… TRISTEZA. 

Tan oscura era la noche y tan atronador el silencio, que no pudo ver pero sí oír, en el mismo instante, el lamento y el rápido movimiento de alguien que se internada en el templete. 

Sintió que iba arrastrando los pies, sintió los sollozos, sintió su corazón oprimirse. También advirtió como sus pasos antes rápidos ahora se demoraban hasta detenerse al creer notar una presencia. Guardó silencio, guardaron silencio. 
.....................................… 
En aquella posición permanecieron ambos dos. Quietos. Unidos por un hilo invisible formado por lamentos, silencios y quietud. La noche iba moviéndose lentamente hacia la alborada. 

En el tiempo que transcurrió entre ambos, sintió el frío, sintió el temor, sintió la soledad; luego… ya no sintió nada. 

Los encontraron al atardecer del día siguiente. Él, sentado. Ella, de pie, frente a él. Quietos. Mirándose. 

La noche sin luna había sido calurosa, asfixiante. Las estrellas habían titilado en el cielo. Ella menuda, de tez blanca; él, por el contrario, notable, de tez oscura. Su complemento. 

Se habían conocido hacía unos meses, 6 meses. Ella, casada; él, un bohemio errante que trotaba por el mundo. 

No es la primera vez, pensaron quienes les encontraron; tampoco será la última, pensaron de nuevo. 

No había nada ya que hacer, los pensamientos de quienes allí estaban vagaban en el silencio. Las sombras de las encinas, robles y acebuches que alguien de nombre olvidado puso, hacía mucho tiempo ya rodeando el templete, caían de nuevo sobre el lugar. 

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El Paseo

20160518
Cuando Agustín Belvis Hidalgo cerró la puerta de su casa, una planta baja en la calle Villanueva de Aljucen, ya sabía que la temperatura no bajaría de los treinta y ocho grados. Era la una menos veinticinco de un nueve de agosto.

Salió con aspecto sombrío pese a que el día era resplandeciente. Las pocas gentes que había por la calle no se fijaron especialmente en él y ninguna de las que fueron posteriormente preguntados recordarían nada, pues su única preocupación era atravesar las calles blancas quemadas por un sol aplomador, buscando el refugio de las pobres sombras que proporcionaban los aleros de las casas que las daban forma.

Agustín Belvis Hidalgo por el contrario, no corría, se movía con laxitud, se detenía en cada semáforo. No siempre había habido semáforos, recordó. Soportaba el calor y hasta que este no cambiaba a verde, permanecía estoico en su orilla, mirando fijamente la de enfrente, a la que pronto llegaría.

Saludaba a los conocidos con una leve inclinación de cabeza, como era la costumbre, y con nadie establecía conversación; había decidido no solo no hablar sino también, no pensar; pues según él, el hablar y el pensar podrían apartarle de su objetivo.

No se preguntó cual era su misión, solo sabía que un sentido interno, imperioso, le impelía a moverse repentinamente de la habitación de la casa a un lugar que le era desconocido.

En todo caso le sorprendía que no dudara por donde debía moverse; él, que siempre había dudado de todo, que era incapaz de tomar una decisión, incluso cuando su mejer le preguntaba a donde irían de vacaciones.

¡Su mujer!, el primer pensamiento que se coló en su mente. ¿Que habría sido de ella?, ¿y sus hijos?, y su perro Caín? ¿Por qué de él solo recordaba el nombre?

La consigna era “no pensar”, pero como se evita eso, se preguntó, ahora que todos los pensamientos entran en tromba en su mente.

Aquel único pensamiento que se le coló como un ladrón… ¿que sería de él ahora?, ¿ahora que había roto la disposición?... ahora que empezaba a recordar todo lo que había sucedido y los acontecimientos que estaban marcando el proceso.

Sintió que empezaba a sudar, un sudor frío que no era el que correspondía a este día soleado en pleno mes de agosto.

Un leve temblor le sacudió. Cerró los ojos y constriño el rostro haciendo un esfuerzo por controlar esa avalancha de pensamientos que entraban a raudales en su mente desde no sabía donde. Si no lo hacía su misión no tendría el final que le correspondería. Era una cosa curiosa el asunto de los pensamientos, pensó; si quieres evitarlos, se rebelan y a atacan con una furia inaudita por sobrevivir.

Desistió del asunto y continúo caminando… Sí que le resultó extraño que sus vecinos, siempre amables con él, no correspondieran a sus leves inclinaciones de cabeza.

Ya había llegado junto al ayuntamiento, ahora atravesaría la calle Santiago de Compostela y enfilando la calle de San Andrés llegaría a la Iglesia de San Andrés y allí junto a las dos palmeras que flanqueaban la entrada, descansaría.

Esperaba que este fuera al final el definitivo, llevaba ya ochenta años haciendo este recorrido; desde aquel nueve de agosto de mil novecientos treinta y seis, treinta y nueve grados, gritos, niños llorando, polvo,… Aún lo recuerda, el era zapatero y nunca había hecho un hoyo, y este le costó, vaya si le costó! -recuerda-; como sudaba!... y aquellos hombres de buzo azul y gorro rojo, milicianos, gritando. Fueron malos tiempos los que le tocó vivir, tiempos en que la cordura fue quebrada por los unos y por los otros.

El solo era el zapatero del pueblo, un zapatero de cuarenta y seis años con mujer, dos hijos y un perro, "Caín". Le descerrajaron la vida..., quizás hoy me encuentren -pensó- y podamos por fin descansar.

Las flores de un magnolio cercano, mecidas por una suave brisa comenzaron a exhalar un aroma aún más intenso como en un suspiro, recordando aquel último día de Agustín Belvis Hidalgo